Una cultura de la legalidad

El comienzo del siglo ha traído buenas noticias para los regímenes democráticos, según datos del Freedom House, en el año 2000 el 62% de las naciones contaban con gobiernos elegidos por el pueblo en elecciones razonablemente competitivas. La cifra resulta impactante si se repara en que, a comienzos del siglo XX, menos de una decena de países podían exhibir ese mérito, y que hace cincuenta años sólo el 14% de los Estados tenían gobiernos surgidos de elecciones libres.

Pero este avance arrollador de la democracia formal no parece seguir la misma suerte cuando de democracias constitucionales o democracias liberales se trata. Es decir, cuando es necesario sumar otros requisitos al voto popular, como el pleno respeto de los derechos individuales, división entre los poderes del Estado, rendición de cuentas de los gobernantes y, especialmente, estricto imperio de la ley.

Resulta un presupuesto insoslayable de la democracia que el pueblo elija libremente a sus representantes, pero esta circunstancia no garantiza por sí sola que estemos frente a una democracia liberal, a un Estado de Derecho donde la ley sea rigurosamente observada por todos sus destinatarios, gobernantes y gobernados. América latina es un buen ejemplo de esta afirmación, pues si bien sus países nacieron a la vida independiente adoptando los mejores textos del constitucionalismo, y han recuperado en la actualidad las formas democráticas, en la gran mayoría de ellos el rule of law es tan sólo una aspiración lejana. Sobreviven en la región rasgos de una cultura autoritaria, de un caudillismo populista que, bajo una concepción paternalista del poder, tiende a depositar en líderes providenciales la solución de los problemas de la sociedad. Las normas legales son percibidas, en ese contexto, como un estorbo formal para el ejercicio de un poder que no admite disensos, controles, ni límites.

No puede haber convivencia civilizada sin ley. Desde Platón y Aristóteles hasta Rawls y Bobbio, pasando por Hobbes, Locke, Kant y Kelsen, nadie discute las ventajas del cumplimiento de las reglas en la sociedad. La desconfianza en la naturaleza humana con su tendencia a los abusos en el ejercicio del poder, llevaron a que fuera la ley de alcance general y abstracta, la mejor garantía de los derechos. La ley cumple asimismo una función de seguridad, pues sus previsiones son aplicadas regularmente a los hechos por ella previstos. Esto es bueno para las libertades, para los negocios, para las artes, para la ciencia, para la política. Trae certidumbre sobre los comportamientos humanos y confiere previsibilidad a las expectativas.

Al contrario, nada hay más peligroso para los derechos que la discrecionalidad y la ausencia de reglas. Por otro lado, la legalidad y la certidumbre jurídica son precondiciones para el desarrollo. En todos los países desarrollados rige el imperio de la ley, tengan o no riquezas naturales. A la inversa, existen numerosos países con grandes recursos naturales que se encuentran sumergidos en el subdesarrollo y en la miseria.

Los demócratas no se fabrican ni surgen por generación espontánea. Es preciso construir una cultura de la legalidad, de prácticas, costumbres, hábitos y creencias compartidas acerca del valor de las reglas. Ello requiere tiempo y un esfuerzo educativo importante. Los gobiernos tienen en el punto un papel central, por el carácter ejemplar que tienen sus comportamientos para la sociedad. El respeto a la ley, y su aplicación igualitaria a las circunstancias que ella contempla, constituye la obligación primaria de las autoridades democráticas. Por el contrario, el apartamiento reiterado de la Constitución, el decisionismo, el observar las normas sólo si no perjudican, no parece que sea el camino adecuado para que la Argentina sea un verdadero Estado de Derecho, donde gobiernen las leyes por sobre la voluntad de los hombres.


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Fuente http://www.lanacion.com.ar/798579

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